Gerardo Murillo, Dr. Atl: 150 años después
A 150 años del nacimiento de Dr. Atl, recordamos a Gerardo Murillo: pintor, innovador del Atlcolor, volcanólogo y agitador cultural que cambió el arte moderno en México.
El 3 de octubre de 1875 nació en Guadalajara Gerardo Murillo Cornadó. Medio siglo más tarde el país lo conocería como Dr. Atl (atl = “agua” en náhuatl), nombre que él mismo adoptó para firmar una vida que no cabía en una sola etiqueta: pintor, escritor, profesor, agitador cultural, vulcanólogo aficionado y polemista profesional. A 150 años, conviene mirarlo entero: la fuerza que encendió el arte moderno mexicano y las sombras que dejó en su estela.
La Ciudad de México como taller
Muy joven llegó a la capital, ingresó a San Carlos y, con una beca, partió a Roma y París. Volvió en 1910 y se empeñó en sacudir la academia: desde la Escuela Nacional de Bellas Artes animó a estudiantes como José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros a romper moldes y a pensar el arte como herramienta pública. Ese impulso, su Manifiesto y su batalla por “sacar la pintura a la calle”, es una de las semillas del muralismo que después crearían otros. Atl fue más detonador que muralista, pero su estruendo todavía resuena.
Atlcolor, aeropaisajes y volcanes
No se conformó con la técnica heredada. Inventó el Atlcolor, pasteles grasos/aglutinados de secado rápido, con los que pintó paisajes de gran formato y una serie de aeropaisajes (sí, vistas desde el aire) que hoy se leen como modernidad pura. Su pasión científica lo llevó una y otra vez al Popocatépetl y al Iztaccíhuatl, y en 1943 se instaló meses junto al recién nacido Paricutín: de ese diario de campo salió el libro Cómo nace y crece un volcán y un repertorio de apuntes, óleos y Atlcolors que combinan observación y arte con raro vigor.
Nahui Olin: amor, tormenta y vanguardia
Se conocieron en la Ciudad de México de los años veinte, cuando ella volvía de Europa con el apellido Mondragón en la espalda, hija del golpista Manuel Mondargón y un matrimonio hecho trizas, y él era ya el pintor tembloroso de volcanes que firmaba Dr. Atl. El punto de cruce, casi seguro, fue la órbita de la Academia de San Carlos: talleres, tertulias y pasillos donde los jóvenes artistas iban a pelearse con la tradición. Ella, nacida en 1893, tenía veintiocho cuando regresó; él, de 1875, rondaba los cuarenta y seis: dieciocho años de diferencia que no impidieron el vértigo. Atl, que gustaba bautizar con voces náhuatl aquello que amaba, le propuso un nombre cósmico: Nahui Olin (“cuatro movimiento”), símbolo del sol en transformación. No era solo un apodo: era una poética nueva para una mujer nueva.
Carmen estaba casada desde 1913 con el pintor Manuel Rodríguez Lozano; habían vivido en París, habían conocido las vanguardias y la guerra, y habían vuelto con la relación desfondada. Con Atl apareció una mezcla de taller y terremoto. Vivieron un tiempo en el ex convento de La Merced, donde él tenía su estudio: muros fríos, patio luminoso y una ciudad posrevolucionaria que afuera se inventaba a sí misma. Él la retrató sin descanso, a lápiz, óleo y Atlcolor; ella pintó y escribió como si la vida se terminara pronto. En esas mesas nacen sus poemas de filo directo y sus dibujos de curvas desobedientes. El “tema Nahui” se volvió materia de escándalo: posó desnuda, fue fotografiada por maestros de la lente (sí, también la mirarían Weston y Modotti), y su figura, peinados geométricos, mirada frontal, quedó pegada a la iconografía de la capital.
La relación fue incandescente y tormentosa. Se amaron, se pelearon, se separaron, volvieron; celos, manifiestos, cartas y silencios. Ella probaba un lenguaje propio, poesía, pintura, docencia, en el mismo instante en que la ciudad estrenaba modernidad; él, que quería el arte en la calle, la hizo eje de sus series más vibrantes. Alrededor, la CDMX de tranvías y azoteas les daba escenario: La Merced, el Centro, las terrazas desde donde parecía posible tocar el Popocatépetl con la vista. Cuando el romance se quebró, quedaron los restos preciosos de una tormenta: cuadros, cuadernos, fotografías y una leyenda. Nahui Olin siguió siendo Nahui con amores, pérdidas, exposiciones, largos silencios; Atl siguió siendo Atl con volcanes, invenciones, exabruptos.
Política y claroscuros
Su biografía es también política: se alineó primero con Carranza y Obregón, intervino en la Escuela de San Carlos en 1914 y no eludió las grandes discusiones de su tiempo. Pero con los años su pensamiento derivó hacia posturas autoritarias; en la Segunda Guerra Mundial llegó a publicar textos favorables al nazismo. Ese viraje no cancela su peso como artista, pero sí obliga a leerlo con espíritu crítico: Atl fue a la vez pionero y contradictorio.
Ciudad, instituciones y legado
Su vínculo con la capital fue permanente: escribió Las sinfonías del Popocatépetl, dio clase, organizó exposiciones “de respuesta” al porfirismo, y en 1951 ingresó (y renunció casi de inmediato) a El Colegio Nacional. Recibió la Belisario Domínguez (1956) y el Premio Nacional de Ciencias y Artes (1958). Murió en la Ciudad de México en 1964; sus restos descansan en la Rotonda. Más allá de los honores, queda un legado tangible: un modo de mirar el paisaje volcánico como identidad y una ética, a veces feroz, de trabajo artístico.
Por qué nos sigue importando
Porque el arte moderno mexicano no nació de la nada: alguien agitó la mesa para que otros sirvieran el banquete. Atl hizo eso: agitó. Formó alumnos, defendió la idea de arte público, exploró materiales, documentó volcanes y convirtió el territorio en tema mayor. Y, sí, también encarna los dilemas de un creador que puede ser visionario en lo estético y deplorable en lo político. Asumir ambas cosas es parte de la madurez con que recordamos a nuestros artistas.
A 150 años de su nacimiento, Dr. Atl sigue siendo un paisaje: luminoso en sus cumbres, oscuro en sus laderas. Volver a sus pinturas del Paricutín, releer su diario volcánico, mirarlo sin filtro y discutir su deriva ideológica es, quizá, la mejor forma de hacerlo presente: con memoria completa.
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Rodrigo Historias Chidas
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