El Barrio de La Merced: testigo de nuestro pasado
Entre puestos, historia y leyendas, La Merced late como cuna de México: un barrio que mezcla origen, fe, comercio y memoria viva.
A unas cuadras del Zócalo capitalino, donde las selfies, los turistas y las marchas se mezclan con el trajín diario, late un territorio que no necesita museo para contarse: La Merced. Entre lonas, vapores de comal, canastos y carretillas, este barrio guarda una versión poderosa de nuestro origen. La tradición señala la Plaza de la Aguilita como el sitio donde los mexicas vieron la señal prometida por Huitzilopochtli: el águila posada en el nopal devorando a la serpiente. No un símbolo abstracto, sino un punto del mapa, en los bordes de la isla de Tenochtitlan. Si aceptamos esa posibilidad, y los vestigios insisten, entonces La Merced no es sólo barrio: es nacimiento.
Antes de ser una zona comercial, La Merced fue Temazcatitlán, “el lugar del temazcal”, y todavía hoy, bajo el asfalto, sobrevive su pulso vaporoso. En el Centro Cultural Casa Talavera, una ventana arqueológica deja ver vestigios que recuerdan aquellas construcciones prehispánicas, donde el cuerpo se purificaba y la comunidad se reafirmaba. Es un gesto mínimo, un vidrio, unas piedras, una explicación, pero suficiente para entender que aquí las capas del tiempo no se borran, se superponen.
La devoción también cose historia en La Merced. En calles como Jesús María, Talavera, Manzanares y Roldán, las modistas del Niño Dios siguen vistiéndolo con puntadas diminutas: el médico y el bombero, el futbolista y el pastor, el arcángel y el santo; lo sagrado convive con lo cotidiano, porque así funciona la fe en esta ciudad: adapta, adopta, remienda. Cada ajuar es una expresión de comercio popular y fervor doméstico, una microeconomía que, sin anunciarlo, sostiene familias enteras.
Y cuando cae la noche, el barrio cambia de luz pero no de alma. Junto al primer mercado de la merced hubo una callejuela temida durante el siglo XVIII: le llamaban callejón de la danza o cueva de los nahuales. Corría la versión de que, a mitad de la calle, ardía una hoguera alrededor de la cual criaturas cubiertas de plumas danzaban y aullaban, capaces, decían, de robar niños y mujeres; el vecindario se atrincheraba a cal y canto, las noches se hacían más largas, los rezos más apretados. El párroco de la santísima trinidad advertía desde el púlpito que nadie se acercara. Hasta que un veinteañero del cuerpo de arcabuceros del Virrey, Simón de Esnaurrízar, decidió comprobarlo: capote al hombro, dos pistolas al cinto, arcabuz en mano y un par de alipuses para templar nervios, se deslizó por los muros y saltó al centro del supuesto aquelarre. A gritos de “¡a mí los arcabuceros del virrey!” y con la ronda acudiendo al estruendo, los “nahuales” cayeron uno a uno… y resultaron ser simples maleantes.
Hoy, La Merced es sin exagerar, uno de los motores comerciales más importantes del país. Cada día entran y salen toneladas de artículos de belleza, frutas, flores, textiles, electrodomésticos y artículos de temporada; miles de manos negocian, apilan, pesan, reparten. El mercado bulle desde antes del alba y, a su modo, ordena la ciudad entera: lo que se mueve aquí, se siente en barrios y ciudades a cientos de kilómetros. No es folclor: es logística.
Si uno mira con paciencia, encuentra la costura antigua que aún sostiene el presente. En la calle de Roldán se adivina el trazo de la vieja acequia: canal que conectaba Tenochtitlan con el Valle, columna de agua por donde circulaban mercancías y personas. La traza virreinal respetó parte de ese recorrido; hoy, aunque la cinta asfáltica lo oculte, el barrio recuerda. La Merced ha sido chinampa, calzada, bodega, tianguis: la misma vocación de intercambio con distintos disfraces.
Por eso hablar de La Merced no es nostalgia: es política de la memoria. Este barrio ha resistido desalojos, incendios, estigmas, gentrificaciones mal entendidas y olvidos institucionales, y aun así sigue latiendo, tercamente útil y profundamente simbólico. No necesita que lo rescaten: necesita que lo respeten. Servicios dignos, seguridad sin criminalizar, inversión que fortalezca lo que ya existe, regulación que proteja sus oficios y no los desplace. La Merced no es “zona complicada”: es zona fundacional.
Reivindicarla es tan simple y tan complejo como volver a caminarla. Mirar la Plaza la Aguilita con ojos menos juiciosos; entrar a Casa Talavera para dialogar con el subsuelo; comprar en el mercado sabiendo que cada kilo sostiene una cadena de trabajo; encargar un traje al Niño Dios y entender que esa puntada mínima también es economía y cultura. La fundación de México no fue un acto único ni un mito congelado; es una historia que se sigue escribiendo entre puestos sin placa y manos que no paran.
Si el país nació cuando un águila eligió dónde posarse, la ciudad renace cada vez que decide dónde y cómo habitar su memoria.
Rodrigo Historias Chidas
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