Es tiempo de mujeres: Capítulo ONU

La 80ª Asamblea General de la ONU resalta la necesidad de liderazgo femenino y renovación multilateral. Descubre cómo el reconocimiento de Palestina y la reforma institucional marcarán el futuro de Naciones Unidas.

Aldo San Pedro · Hace 2 horas
La 80ª Asamblea General de la ONU resalta la necesidad de liderazgo femenino.

En el histórico marco de la 80ª Asamblea General de las Naciones Unidas, la diplomacia global dejó de ser un ejercicio de discursos para transformarse en un espejo de urgencias. Entre el reconocimiento acelerado de Palestina, la fragmentación del orden internacional y la presión por renovar el liderazgo en 2026, una idea se impuso con fuerza moral y política: es tiempo de mujeres. Por primera vez en ocho décadas, el consenso tácito dentro y fuera del pleno apunta a que el próximo capítulo de la ONU debe escribirse con una mujer al frente, como símbolo de revitalización, equilibrio y legitimidad institucional.

El “momento ONU” fue una paradoja: un organismo al borde del descrédito, pero aún indispensable. En una semana que combinó tensiones políticas, discursos encendidos y gestos simbólicos, el Secretario General António Guterres pidió elegir entre cooperación o caos, advirtiendo que la gobernanza global no puede seguir siendo rehén de la ley del más fuerte. Las ausencias, las protestas y hasta las anécdotas callejeras —como la del presidente Emmanuel Macron detenido momentáneamente por la policía de Nueva York— mostraron que el multilateralismo ya no se juega sólo en los salones de debate, sino también en la percepción pública. La ciudadanía global observa, exige y califica. Y el mensaje fue claro: la ONU debe renovarse o arriesgarse a la irrelevancia.

La cuestión palestina se convirtió en el núcleo ético de la Asamblea. Francia encabezó una ola de reconocimientos acompañada por países europeos y latinoamericanos, en una reacción que combinó hartazgo y esperanza. Andorra, Australia, Canadá, Luxemburgo, Malta, Mónaco, Portugal y el Reino Unido se sumaron al reconocimiento de Palestina, llevando a 157 el número de países que respaldan su estatalidad. El gesto trascendió lo simbólico: trasladó la diplomacia del Consejo de Seguridad —donde el veto estadounidense bloquea toda iniciativa— al terreno moral de la Asamblea General, donde la legitimidad política comienza a desafiar la parálisis institucional. Cada voto fue una declaración de autonomía frente al miedo, y cada discurso una denuncia contra un sistema que otorga privilegios a los poderosos mientras posterga la justicia de los débiles.

La escena reflejó un cambio profundo. Por primera vez en décadas, Europa y América Latina coincidieron en un frente común para exigir que las palabras se transformen en acción: reconstrucción de Gaza, protección civil y rendición de cuentas internacional. Detrás de esa convergencia se reveló algo más: el agotamiento del modelo multilateral subordinado a los vetos. El reconocimiento de Palestina no fue un acto de romanticismo, sino un desafío práctico al statu quo. En él se condensó la pregunta que recorre los pasillos de Naciones Unidas: ¿de qué sirve una institución global que no puede garantizar la igualdad soberana de sus propios miembros?

Esa pregunta conecta con otro debate de fondo: la revitalización de la Asamblea General, impulsada desde la Resolución 69/321. A diez años de su adopción, los Estados miembros coincidieron en que ha llegado el momento de hacerla cumplir. La ONU no puede seguir siendo un archivo de buenas intenciones. La resolución plantea mecanismos de transparencia en la elección del Secretario General, rendición de cuentas y fortalecimiento de la presidencia rotativa. Pero en esta edición, las discusiones fueron más allá del procedimiento: se habló de un cambio de cultura, de liderazgo, de una nueva manera de ejercer la autoridad moral. Por eso, el llamado a que la próxima Secretaría General sea encabezada por una mujer no es una concesión simbólica, sino una exigencia estructural.

Delegadas de todas las regiones —desde Costa Rica hasta Eslovenia— recordaron que no puede haber legitimidad sin igualdad. Ocho décadas después de la fundación de Naciones Unidas, ninguna mujer ha ocupado su cargo más alto. Y aunque el discurso oficial celebra la paridad en los equipos técnicos, el techo de cristal permanece intacto en la cúspide institucional. Romperlo sería más que un acto de justicia de género: sería un mensaje político al mundo de que la ONU puede predicar con el ejemplo. Una Secretaria General mujer podría devolver al organismo la empatía perdida, acercar sus procesos a la ciudadanía y recuperar el tono ético que hoy demandan millones de personas desencantadas con la diplomacia formal.

El orden internacional basado en reglas, sostenido por Europa y América Latina, intenta sobrevivir en un entorno donde las propias potencias que lo crearon lo transgreden. La invasión rusa a Ucrania, la ocupación israelí en Gaza, las sanciones selectivas y los discursos de odio amplificados en redes sociales evidencian que las normas globales sólo funcionan cuando convienen. En ese contexto, el liderazgo femenino podría aportar una narrativa distinta: la del cuidado como principio de la política, la cooperación como ejercicio de poder y la empatía como herramienta de negociación. En otras palabras, un liderazgo que transforme la fuerza en autoridad y la autoridad en confianza.

El 2026 marcará el relevo de António Guterres y abrirá una nueva etapa para el sistema multilateral. Las candidaturas ya comienzan a delinearse entre nombres y regiones, pero más allá de quién encabece la lista, lo esencial será qué representa. La ONU no necesita una figura que administre su decadencia, sino una voz capaz de reimaginar su propósito. Y ese propósito, hoy, sólo podría nacer de una renovación integral que ponga en el centro la igualdad, la inclusión y la coherencia.

La 80ª Asamblea General dejó claro que la ONU se encuentra ante una disyuntiva histórica: reformarse o volverse irrelevante. El reconocimiento de Palestina, la demanda global por una Secretaria General mujer y el llamado a rescatar el orden basado en reglas no son episodios aislados, sino señales de un sistema que busca reencontrar su propósito. Si 2026 logra traducir esa voluntad en un relevo legítimo, paritario y transparente, la organización podrá recuperar la confianza perdida y demostrar que el multilateralismo aún tiene futuro. De lo contrario, el siglo XXI recordará este momento como la última advertencia antes del silencio de las instituciones.

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