¿Fuera gringos?
"¡Fuera gringos!" resuena en CDMX. Una mirada a la gentrificación moderna y su vínculo histórico con la ocupación estadounidense. ¿Despojo disfrazado de progreso?

Hay una frase que se ha repetido con furia en las últimas semanas por calles, pancartas y redes: «¡Fuera gringos!». La consigna surgió en la Ciudad de México, durante una marcha contra la gentrificación, esa palabrita que suena muy “qué se yo” pero que, en el fondo, le sube la renta a los de siempre para que puedan llegar los de afuera. Y no, no se trata de odiar al extranjero por ser extranjero. Se trata de señalar que cuando llegan sin entender ni respetar el entorno, lo encarecen, lo desplazan y lo borran.
La gentrificación es un fenómeno global, sí, pero en esta ciudad tiene un sabor especial: es como si el despojo hubiera aprendido a disfrazarse de Airbnb, de café de especialidad, de tacos “auténticos” a 90 pesos. Y aunque el juicio parezca extremo, lo cierto es que en el Centro, en la Roma, la Condesa y cada vez más barrios, el derecho a habitar se ha vuelto un lujo, no un derecho.
Pero vayamos atrás. Mucho atrás. Porque esta no es la primera vez que los norteamericanos pisan con fuerza la ciudad.
Antes de Instagram, la ocupación fue con bayoneta.
Corría el año de 1846 cuando el presidente estadounidense James K. Polk, convencido del llamado Destino Manifiesto (la idea de que Estados Unidos estaba destinado a expandirse hasta el Pacífico), fijó la mirada en México. El territorio al norte era inmenso, escasamente poblado y, según ellos, mal administrado. México, por su parte, estaba políticamente fracturado y bajo el mando intermitente del siempre polémico Antonio López de Santa Anna.
El detonante fue Texas, que se había independizado de México en 1836 y que en 1845 fue anexada oficialmente por Estados Unidos. México nunca lo reconoció. Polk envió tropas al Río Bravo (frontera texana según EUA, pero no para México), y cuando se produjo un enfrentamiento, lo usó como pretexto para declarar la guerra.
La campaña fue rápida, feroz y devastadora: los estadounidenses avanzaron desde el norte y también desembarcaron en Veracruz en marzo de 1847. Desde ahí comenzaron a tomar ciudades clave en una marcha rumbo al corazón del país. Batallas como Cerro Gordo, Padierna, Churubusco, Molino del Rey y Chapultepec marcaron el camino de una invasión que culminó en un acto simbólicamente demoledor: el 14 de septiembre de 1847, los estadounidenses tomaron la Ciudad de México y colocaron su bandera en el Palacio Nacional.
Según narran algunas crónicas, dispararon a la Piedra del Sol, que en ese entonces estaba empotrada en el muro exterior de la Catedral Metropolitana. Como si la piedra les resultara ofensiva.
Ocuparon el Palacio Nacional, los templos, los espacios públicos. La ciudad fue literalmente invadida. No venían a integrarse; venían a imponerse.
En 1848 se firmó el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, que obligó a México a ceder más de la mitad de su territorio: California, Nevada, Arizona, Nuevo México, Utah, Colorado y Wyoming. Estados Unidos pagó 15 millones de dólares, un monto más simbólico que justo, y con eso selló una de las pérdidas territoriales más grandes en la historia de cualquier nación moderna.
La ocupación terminó. Pero el agravio quedó.
Y por eso, cuando hoy alguien grita “¡Fuera gringos!” en la Roma o en la Condesa, no lo hace solo por la renta de su “depa”, sino por la memoria de una ciudad que ha sido ocupada más de una vez. La diferencia es que ahora la ocupación llega con reels, coworkings y promesas de “Vive México como un local”.
La solución no está en el odio, sino en la regulación: políticas que protejan a los barrios, que frenen la especulación inmobiliaria, que pongan límites al turismo desmedido y que cobren impuestos justos a quien genera ingresos en la ciudad sin contribuir a su comunidad.
Hoy, más que nunca, necesitamos entender que defender un barrio, una casa, una banqueta o una fonda no es nostalgia: es resistencia contra una forma más de despojo disfrazado de modernidad. Pero también es tiempo de entender que la solución no está en la destrucción, en la violencia ni mucho menos en el odio al extranjero, al blanco o al que tiene otro acento, porque como dijo el gran Alberto Cortéz: “No me llames extranjero ni pienses de donde vengo. Mejor saber dónde vamos, a dónde nos lleva el tiempo”
Termino diciendo: es momento de construir juntos, porque los seres humanos no somos blancos o negros, sino que habitamos en una extensa escala de grises. así que no, no se trata de estar a favor o en contra de la gentrificación, de Palestina o de los «yankees». no, no, no. Somos seres humanos con los mismos derechos y con la misma obligación de respetar al otro.
Rodrigo Historias Chidas
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