Una elección para aprender, no para renunciar: claves objetivas del proceso judicial 2025

Uno de los elementos más polémicos del informe es la denuncia del uso masivo de “acordeones”: listas impresas con los números de las candidaturas ganadoras, presuntamente repartidas en miles de casillas.

Aldo San Pedro · Hace 1 hora
Una elección para aprender, no para renunciar: claves objetivas del proceso judicial 2025

En un país donde la crítica suele imponerse al análisis sereno, la elección judicial de 2025 corre el riesgo de ser recordada más por sus polémicas que por su valor institucional. El informe “Elección Judicial 2025”, elaborado por José Ramón Cossío Díaz —ministro en retiro de la Suprema Corte e integrante de El Colegio Nacional— y Jorge Alberto Medellín Pino, maestro en Ciencia Política y Derecho Constitucional, ha planteado un juicio categórico: que existió un fraude electoral estructural sustentado en patrones homogéneos de votación. Su impacto mediático ha sido notable. Pero al revisar a fondo sus premisas técnicas y sus inferencias metodológicas, se evidencia que el documento, aunque legítimo en intención, adolece de reduccionismos analíticos, juicios anticipados y un uso cuestionable de herramientas estadísticas.

No es menor que el centro del argumento repose en una gráfica. Una imagen donde los nueve candidatos ganadores a la Suprema Corte de Justicia de la Nación muestran un patrón casi idéntico de votos en múltiples distritos. Para muchas personas, esa coincidencia visual implica de inmediato una imposición. Pero quienes hemos trabajado con datos sabemos que los gráficos no son juicios: son herramientas. Y fuera del laboratorio, el comportamiento electoral está cruzado por fenómenos sociales que la estadística por sí sola no puede explicar. La homogeneidad no es necesariamente manipulación; puede ser también efecto de afinidades comunitarias, influencia de líderes sociales, voto espejo entre regiones vecinas o tradiciones políticas arraigadas. El fraude no se presume: se prueba. Y la prueba debe ser más que una línea recta.

Tampoco puede juzgarse este proceso sin entender su novedad. Por primera vez en la historia del país, mexicanas y mexicanos elegimos directamente a juezas, jueces, magistradas y ministros. Un salto institucional que rompió con siglos de designaciones cerradas. Pero todo modelo nuevo implica incertidumbre. La participación fue baja —13.02 % en la elección a la Corte— pero más alta que en ejercicios como la Consulta Popular de 2021. No fue una fiesta ciudadana, pero tampoco un simulacro. Fue una elección con reglas restrictivas, sin propaganda, sin partidos, sin debates, sin candidatos en espectaculares. Exigirle la emoción de una contienda presidencial habría sido una trampa analítica.

Uno de los elementos más polémicos del informe es la denuncia del uso masivo de “acordeones”: listas impresas con los números de las candidaturas ganadoras, presuntamente repartidas en miles de casillas. Es legítimo preguntar si esas listas vulneraron la libertad del voto. Pero también es importante señalar que su sola existencia no constituye un delito. El Tribunal Electoral ha determinado que recomendar el voto no equivale a coaccionarlo, a menos que haya presión, pago o amenaza. Además, el propio informe reconoce que no se cuenta con pruebas directas —videos, testimonios acreditados, procedimientos sancionadores— que permitan acreditar una operación sistemática. El dato existe. La interpretación es discutible.

En ese contexto normativo restrictivo, donde se prohibieron actos de campaña tradicionales, las redes informales —familias extendidas, comunidades jurídicas, estructuras gremiales o referentes institucionales— adquirieron una relevancia determinante. Muchas de las personas electas no ganaron por ser populares en redes sociales, sino por el prestigio acumulado en sus trayectorias y el reconocimiento en entornos profesionales específicos. En una elección donde la visibilidad estaba limitada por diseño, la legitimidad no siempre se mide en seguidores, sino en vínculos sociales sólidos que operan fuera del radar mediático.

Un argumento insistente del informe es que el costo por voto fue sospechosamente bajo. Se estima que algunos perfiles obtuvieron más de 600 mil votos con apenas 1.4 millones de pesos autorizados. Pero esta comparación, tomada frente al gasto en elecciones partidistas tradicionales, ignora las condiciones regulatorias que definieron esta elección: sin propaganda masiva, sin estructuras partidistas, sin acceso a medios. Es natural que el costo por voto sea más bajo. Y asumir que “barato” es sinónimo de “fraude” revela más una sospecha ideológica que un análisis financiero riguroso. La austeridad, en democracia, no debe ser penalizada.

Lo que el proceso sí dejó claro es que el modelo requiere ajustes. No puede repetirse una elección donde más del 60 % de la ciudadanía no pudo identificar a una sola candidatura. Es urgente rediseñar los canales de comunicación electoral para permitir, sin romper la imparcialidad judicial, un mínimo de información útil: perfiles públicos obligatorios, boletas más comprensibles, guías pedagógicas, debates moderados. Además, debe fortalecerse la fiscalización ciudadana sin criminalizar a quien participa desde lo comunitario. La vigilancia cívica debe construirse con evidencia, no con prejuicio.

Otra reforma indispensable es la educación judicial de la ciudadanía. No podemos pedir que la gente valore su voto si no entiende el rol de un juez o una jueza. Incluir contenidos sobre el Poder Judicial en los libros de texto, desarrollar campañas de cultura jurídica y establecer plataformas permanentes de información ciudadana ayudaría a que, en futuras elecciones, la participación no sea un acto mecánico, sino una decisión consciente.

A quienes hoy exigen la anulación del proceso, sería pertinente recordarles que la democracia no es un estado ideal, sino una construcción en marcha. Las elecciones judiciales de 2025 no fueron perfectas. Pero tampoco fueron una catástrofe. Fueron un primer intento por democratizar el Poder Judicial. Y eso, en un país con larga historia de puertas cerradas, no puede desestimarse a la ligera. Cancelar este modelo sería condenar al sistema a su vieja opacidad.

El futuro del modelo judicial-electoral no está en manos del escándalo, sino del compromiso. México no necesita renunciar a este ejercicio, sino convertirlo en una tradición cada vez más robusta, más plural y más comprensible para su gente. Y ese camino —como toda democracia que madura— se construye con crítica informada, con reformas audaces y con confianza en que un error no invalida un principio. La elección judicial de 2025 no debe anularse: debe entenderse, corregirse y trascenderse.

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