Chile reforma su sistema de pensiones: Un nuevo modelo frente al envejecimiento y el debate regional sobre el retiro

Chile impulsa una reforma de pensiones hacia un modelo mixto que combina ahorro individual y solidaridad patronal. Su experiencia ofrece lecciones para México, que enfrenta desafíos similares y puede avanzar hacia un sistema más justo y sostenible.

Aldo San Pedro · Hace 6 horas
Chile apuesta por un modelo mixto de pensiones que combina ahorro individual y solidaridad social, en medio del debate regional sobre el futuro previsional.

En América Latina, el debate sobre los sistemas de pensiones se ha intensificado en los últimos años, impulsado por una transformación demográfica acelerada, presiones fiscales crecientes y expectativas ciudadanas en evolución. En este contexto, Chile ha emprendido una reforma estructural que ha captado la atención regional. Sin embargo, lejos de constituir una solución universal, la experiencia chilena abre la posibilidad de repensar modelos previsionales desde una perspectiva integral. Para México, observar con seriedad este proceso podría representar una oportunidad para enriquecer el diálogo nacional, con una visión técnica y social equilibrada.

Es importante recordar que cada país enfrenta realidades institucionales y sociales distintas. Chile, tras más de cuatro décadas operando un modelo de capitalización individual, optó por rediseñar su sistema hacia un esquema mixto, conservando la lógica del ahorro personal, pero incorporando mecanismos de solidaridad financiados por el empleador. Esta decisión respondió a un contexto específico de demanda ciudadana y desgaste institucional. No obstante, la reforma aprobada en 2025, aunque ambiciosa, se encuentra aún en fase de implementación, sujeta a ajustes y evaluaciones que determinarán su impacto real en los próximos años.

En contraste, el sistema mexicano ha seguido un camino de adecuaciones graduales. Desde la instauración del modelo AFORE en 1997, se han incorporado elementos que apuntan a mayor inclusión y suficiencia, como el incremento progresivo de la aportación patronal, la pensión universal no contributiva y la reciente creación del Fondo de Pensiones para el Bienestar. Si bien estos avances no constituyen una reforma estructural, sí evidencian una voluntad de mejora y una base sobre la cual podrían diseñarse cambios de mayor alcance.

Ambos países comparten retos similares: tasas de reemplazo que resultan bajas frente al ingreso previo, dificultades para incorporar a trabajadores y trabajadoras informales, brechas de género persistentes y una presión fiscal creciente derivada del envejecimiento poblacional. Pero también presentan diferencias relevantes: mientras Chile logró articular una reforma integral a través de una ley única y nuevas instituciones públicas, México opera un sistema más fragmentado, donde distintas dependencias administran los componentes contributivos y no contributivos sin un marco rector común.

Desde la lógica de la ingeniería política, el valor de la experiencia chilena no radica en su replicabilidad inmediata, sino en los principios que la orientan: construcción de legitimidad social, articulación institucional, integración de componentes solidarios y atención específica a los grupos históricamente excluidos. Estos elementos podrían alimentar una propuesta mexicana adaptada a nuestras condiciones fiscales, laborales y administrativas, con un enfoque gradualista que respete las fortalezas existentes y propicie una evolución coherente del sistema.

Es preciso reconocer que el modelo actual en México, aunque perfectible, ha incorporado medidas significativas en los últimos años. La pensión para el bienestar de las personas adultas mayores representa un pilar de protección social con alto valor redistributivo. Asimismo, el fortalecimiento de la participación patronal en las AFORE y la discusión sobre la sostenibilidad del Fondo de Pensiones para el Bienestar han colocado el tema en el centro de la agenda pública. El desafío es cómo articular estos esfuerzos dispersos en una política previsional coherente, con visión de largo plazo y sustentabilidad fiscal.

Desde esta óptica, considerar un modelo mixto como el chileno implicaría establecer condiciones mínimas: una mayor integración institucional, la creación de figuras públicas que ofrezcan competencia real en la administración de fondos y un esquema solidario financiado con criterios progresivos. Al mismo tiempo, sería indispensable impulsar políticas que fomenten la formalización laboral, fortalezcan el cumplimiento de las obligaciones patronales y garanticen la transparencia en la gestión de los recursos.

Pero incluso si una reforma estructural no fuera viable en el corto plazo, México podría avanzar en medidas de transición: por ejemplo, consolidar una autoridad previsional nacional que articule la información y planeación del sistema; robustecer el Fondo de Pensiones para el Bienestar mediante reglas claras, suficiencia presupuestaria y seguimiento actuarial; o crear un administrador público de cuentas individuales sin fines de lucro, que amplíe la oferta para trabajadoras y trabajadores.

Más que copiar un modelo, se trata de fortalecer el nuestro con base en evidencia comparada, experiencias exitosas y aprendizajes regionales. La lógica no es sustituir, sino evolucionar: pasar de un esquema disperso a uno articulado; de la fragmentación a la coordinación; del asistencialismo a la seguridad social integral. El Estado mexicano ya ha demostrado capacidad para construir instrumentos de bienestar. El siguiente paso sería consolidarlos bajo una visión previsional clara, participativa y fiscalmente viable.

Chile ha iniciado un camino con potencial, pero también con incertidumbre. Su modelo mixto aún debe demostrar que puede conjugar sostenibilidad, suficiencia y legitimidad. Por ello, en lugar de asumirlo como una panacea, convendría estudiarlo como una alternativa plausible dentro de un menú más amplio de soluciones. México no parte de cero, pero sí requiere construir una hoja de ruta consensuada que responda a sus características únicas y al futuro que deseamos para quienes aún no llegan a la vejez.

El caso chileno no ofrece una fórmula única, pero sí una hoja de ruta posible. Muestra que es viable corregir un sistema fallido con instrumentos legales, institucionales y fiscales, siempre que exista voluntad y diálogo social suficiente. Lo que está en juego no es solo un modelo económico, sino la dignidad de millones de mexicanas y mexicanos en el tramo final de sus vidas. Y ahí la política pública debe estar a la altura de ese compromiso.

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